Thursday, May 31, 2012

Sabina__X

Después de la muerte de su madre, Sabina Cortés se refugió en una Pensión
de Familia, que dos señoras muy respetables, tenían exclusivamente para
señoritas;
de los muebles y enseres de su casa, deshecha por el infortunio y por la
Muerte, no conservó sino el lecho en que había muerto su madre y en el cual
dormía, y el retrato de su padre, el cual ornaba uno de los muros de la exigua
habitación que ocupaba en el quinto piso, fría y silenciosa, con una gran
ventana abierta sobre un patio interior mefítico y malsano;
allí albergaba su dolor, sola, tan sola, que en ocasiones parecía, que su
sombra misma, se negara a hacerle compañía;
las enormes deudas adquiridas durante la enfermedad de su madre, y a cuya
amortización atendía religiosamente, le permitían apenas distraer de sus
escasos honorarios lo más necesario para su sustento; debía aún a su antigua
modista que le era muy adicta, el valor del traje de luto que llevaba;
su designio era, asegurarse trabajo bastante para alquilar una máquina de
escribir y trabajar en su domicilio, porque el despacho del Abogado, le
disgustaba enormemente a causa de las asiduidades de éste; que se hacían cada
día más atrevidas; y cada día su pudor orgulloso tenía algo que sufrir de estas
asiduidades; su exquisita amabilidad no alcanzaba a disfrazar la osadía de sus
frases; la intención impudorosa asomaba a través de la más refinada gentileza;
su conmiseración misma era insultante, por ser el antifaz de un torpe deseo
inconfesado;
sus constantes ofertas de dinero, la ofendían;
varias veces la había ofrecido su automóvil para llevarla a su casa, y ella
había rehusado;
le había hecho invitaciones para jiras campestres, que no había aceptado;
le había obsequiado billetes para conciertos y para teatros, que había rechazado
con el justo pretexto de su duelo;
aquel hombre amable, elegante, obsequioso, más que aversión, le inspiraba
un miedo enorme; adivinaba en él un peligro, el más grande peligro de su
vida sin ventura; no era un peligro para su honor material, para su virginidad
soberbia que ella sabría defender; era un peligro para su honor inmaterial;
ella comprendía que era la prisionera de aquel hombre; que ese hombre
sabía lo de la sortija; que tal vez sabía donde estaba, porque como abogado
de prestigio, mezclado en grandes causas criminales, conocía la policía y la
tenía a sus órdenes; su honor, su libertad, su vida estaban en las manos de
aquel hombre, cuyas miradas llenas de un loco amor carnal eran brutales,
como dos manos crueles puestas sobre sus carnes desnudas;
el señor Joaquín continuaba en ser muy amable y obsequioso con ella,
pero astuto y taimado, le hablaba siempre de la necesidad en que se verá
de vender las joyas, cuyos intereses acumulados sumaban ya una suma
respetable, y sus ojos de alimaña lasciva parecían decirle: 

 « Si usted quisiera… la sortija sería suya … »
ella temblaba ante la idea de la venta de esas joyas, porque entre ellas
estaba la sortija delatora, la sortija fatal;
a ella le bastaba querer, para acabar con esta tormenta de infortunios;
el Abogado le había expuesto veladamente todo un plan de Idilio;
un viaje en automóvil por todo el país; una jira por Francia; unos días
en París; la vuelta a la ciudad, y, la compra de un chalet en las afueras,
lujosamente amueblado para amparar sus amores… ;
pero todo eso era el sacrificio de su honor, la venta abominable de su cuerpo;
y retrocedía ante esa idea, como ante una mano tendida hacia su carnes
para un tocamiento deshonesto;
su orgullo era el escudo de su corazón, donde todo otro amor había muerto;
ella sabía ya el próximo matrimonio de Eduardo Armenteros, con la viuda
millonaria, y no había respondido nunca a las cartas que aquél le escribía,
disculpándose de su conducta inexplicable;
cuando vino a hacerle su visita de pésame, no lo recibió;
había estrangulado ese amor en su corazón y lo había arrojado lejos, como un
feto nauseabundo arrancado de sus entrañas;
en ocasiones sentía que le faltaba el valor de vivir y muchas veces había
pensado en darse la muerte;
así acabaría con todos sus dolores, especialmente con esta obsesión tenaz de
la Policía, que se había hecho una verdadera tortura de su espíritu, una manía
persecutoria, que no la dejaba ni dormir;
el grito de su madre moribunda: « ¿ dónde llevan a mi hija ?… ¡ quitad a
esos hombres de mi hija ! » , la perseguía en todas partes y a todas horas;

¿ era una profecía esa visión de la moribunda ?

El Invierno había extendido duelos languidecí entes, sobre los cielos límpidos
de un triste y vago azul;
las rosas habían muerto en su esplendor inerte, guardando en su belleza un
fasto sepulcral;
el ámbar de las nubes ambiguo y esplité nico velaba el hamletismo del sol,
que moría, como un príncipe pálido muerto de laxitud;
la tarde, en un opaco lujo de mansedumbres, cubría las arboledas de un
manto gris obscuro igual al ceniciento color de los follajes;
la luz amortecida, apenas penetraba en la lujosa estancia, donde el ruido
monótono de la máquina de escribir violaba el gran silencio.
Sabina trabajaba;
el Abogado la había detenido, suplicándole que acabara algunos trabajos
muy importantes que tenía;
le había dictado hasta ese momento, en que faltando ya la luz natural, y,
no queriendo encender la eléctrica, había puesto los pliegos de papel sobre
la mesa, y le hablaba;
su voz era confidencial, cálida, podría decirse que húmeda y, temblorosa
de pasión:
-No se vaya usted - le decía ante la actitud de la joven, que se había puesto de
pie para marchar- ;  no se vaya usted, y óigame;   ¿ por qué no me ama usted ?

¡ seríamos tan felices !… ámeme usted, ámeme usted;
y, con la pasión de un estudiante enamorado, tomó una mano de Sabina y la
llevó a sus labios;
esta, la retiró con violencia;
entonces, enardecido, la tomó por el talle y quiso besarla en los labios,
diciéndole con un acento lleno de tremores brutales:
-Hoy, no se escapará usted; mi mujer ha partido al campo; todos los
empleados se han ido ya; usted será mía;
y, así diciendo, llevó sus manos profanadoras al seno de la virgen, y, luchó
con ella intentando besarla;
en esa lucha rodaron al suelo;
el bruto, quemaba con su el rostro de la joven e intentaba violarla;
ésta, ágil y fuerte, escapó de los brazos del sátiro, que abalanzándose sobre
ella, quiso sujetarla de nuevo.
Sabina lo rechazó tan fuertemente, que fué a caer de espaldas sobre el sofá;
la joven aprovechó esta tregua, para ponerse el sombrero y, escapar;
el Abogado ya de pie, logró tomarla por la mano, antes de llegar a la puerta,
y, le gritó al oído, con una voz trémula de cólera:
- ¿ Ignora usted que yo sé quién robó la sortija de mi mujer y en dónde fué
empeñada ? La sortija se la robó usted y fué empeñada en la « Piedad » ,
la casa de empeño de Joaquín Ustariz. ¿ Con qué pagó usted, la Clínica
donde murió su madre y los gastos de la operación ?
y luego cambio de voz y de actitud, rendido, de rodillas y casi llorando
le decía:
-Ámeme usted; sea usted mía, y mi primer regalo será esa sortija fatal …
Sabina, no quiso oír nada y, abandonando el Despacho cerró tras de sí
fuertemente la puerta;
los porteros que la vieron descender tan tarde, y sabían que el Abogado
estaba solo con ella en la Oficina, sonrieron con malicia;
y, la virgen Irreducible mancillada fué por la sospecha;
la risa del lacayo violó el Honor que el Amo no había podido violar.

Sabina, no volvió al despacho del Abogado;
quedaba sin empleo; no teniendo máquina para escribir; y, no queriendo
pedir la suya, en préstamo al Señor Joaquín, porque eso era alentar sus
pretensiones, sintió de nuevo los grandes días de la miseria venir sobre ella;
frente a frente del espectro del hambre, capituló con él, antes que capitular
con la deshonra;
las señoras donde se albergaba eran muy pobres y ella no quería serles
grabosa; así, conservó sólo la habitación y dejó de tomar sus alimentos
en la casa, comiendo únicamente las muy escasas cosas que hacía comprar
de la portera;
una tarde muy triste, en que la lluvia batía los cristales se su ventana,
con una furia monótona y, cruel, sintió el ruido de un automóvil que se
detenía a la puerta de la casa, y poco después vió una de las dos ancianas
patronas, que abrió la puerta de su habitación y, con un rostro radiante de
alegría le decía:
-El Abogado, Señorita, el Abogado;
la pobre anciana creía, que era una ventura para la joven, la visita de su
antiguo patrón, que sin duda venía a ofrecerle trabajo;
el Abogado, en el dintel de la puerta, esperaba destocado y respetuoso.
Sabina lo invitó a entrar;
la anciana dejó entreabierta la puerta por indicación de la joven;
ya solos, el Abogado, sentado en el mismo sofá que Sabina, le dijo
gravemente:
-Señorita, vengo a notificarle que ha aparecido la sortija robada a mi mujer;
la policía comisionada por mí, la ha hallado en el Monte de Piedad, entre otras
joyas recientemente vendidas a aquel establecimiento por un prestamista,
llamado Joaquín Ustariz; y, en los libros de éste, se halla el nombre de usted.
Sabina, callada, haciendo esfuerzos para no llorar;
comprendió que estaba perdida, y se abrazaba a su orgullo como la única
tabla de salvación en su naufragio;
el Abogado, sacando del bolsillo algo envuelto en un papel de seda, añadió:
-Como usted dejó el estuche sobre la mesa, viene envuelta en este papel;
véala usted;
y, desnudó la sortija de su envoltura;
la joya apareció deslumbrante, lanzando los rayos violentos de su pedrería;
y, el Abogado dijo extendiéndola a Sabina:
-Tómela usted; ¡ qué bien estará en sus manos divinas y armoniosas ! ;
guárdela usted; yo diré que se la he regalado; que yo la tomé del joyel
de mi mujer para dársela; ¿ qué me importa que ella riña conmigo ? nos
separaremos; y, así seré más libre para amarla a usted; porque yo no amo
sino a usted en la vida: ¿ por qué no me ama usted un poco ?
y, así diciendo, quiso tomar la mano de la joven para poner en ella la sortija.
Sabina, se la arrancó violentamente y la arrojó por la puerta entreabierta al
fondo del pasillo, y con la mano extendida dijo al abogado:
-Entre la cárcel y, mi deshonra, prefiero la cárcel; recoja usted su sortija;
el gesto era tan imperativo, que el Abogado obedeció;
y, apenas hubo salido para recoger la joya, Sabrina cerró la puerta
violentamente tras de él;
éste, que se vió expulsado, se volvió furioso hacia la puerta, gritando como
para ser oído:
-La policía vendrá pronto por usted, ladrona;
con el rostro entre las manos, Sabina sollozaba;
apenas sintió que el automóvil del Abogado se alejaba, arrojó sobre su
cabeza una mantilla y salió precipitadamente;
iba a casa del Señor Joaquín;
apenas entró en el tugurio, el usurero vino a su encuentro desolado;
mesándose los cabellos y exclamando:
-¡ Ay, Señorita, qué desgracia ! ; este bruto de dependiente, llevó la sortija
al Monte de Piedad, en una realización, y, yo no sabía; la Policía ha venido
aquí diciendo que la joya era robada; ha registrado los libros y, ha encontrado
el nombre de usted; ¡ ay ! Señorita, la van a prender y sólo esperan que
el Abogado dueño de la sortija dé la denuncia porque ha pedido una tregua;
escápese usted, escapémonos; ¿ no ha visto usted a la puerta un automóvil ?;
es mío, lo tengo preparado para que partamos - y, mostrando una cartera que
tenía sobre la mesa decía- : Está llena de billetes ¡ un capital ! ; esa caja
está llena de joyas; escapémonos; ganaremos la frontera, iremos a Paris;
allí hay el Divorcio; acaso un día nos casemos.
Sabina indiferente y displicente te puso en pie y, abandonó el tugurio,
dejando al usurero cantar su leyenda de oro…

Cuando llegó a su casa obscurecía;
la portera, inquieta y medrosa, vino a ella y le dijo con misterio:
-Señorita; dos hombres han venido a buscarla; son dos policías secretos,
el Tupí y el Lince, los mismos que prendieron al banquero del segundo
cuando hizo quiebra; los conozco porque como mi marido era policía…
la joven nada dijo, y subió la escalera;
poco después de llegada a su habitación y cuando apenas había puesto
sobre la mesa el velo y los guantes, oyó el timbre de la puerta de entrada
que sonaba;
oyó pronunciar su nombre;
eran los policías;
cuando ellos abrieron la puerta de la habitación,
la hallaron vacía;
uno de ellos se asomó a la ventana abierta que daba sobre el patio;
abajo, sobre la negrura de las baldosas, yacía una masa inerte, entre un pozo
de sangre;
era el cuerpo de Sabina Cortés, tendida en tierra;
estrellada contra el pavimento, y, con los brazos abiertos en forma de cruz;
muerta yacía la Virgen Fuerte, crucificada por el Dolor.


                                                                                  FIN     

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