Un apuesto militar,
que estaba de pie en medio de ellos, se cuadró, saludando
marcialmente a la muerta;
cuando dejó caer su mano sobre la costura del pantalón, esa mano temblaba;
era Eduardo Armenteros, que hacía la corte a la viuda Blum, con la cual
debía casarse dentro de poco tiempo, y que había adivinado en aquella muerta
a su tía y, había reconocido en aquella huérfana enlutecida a Sabina Cortés,
su prima y antigua prometida;
tuvo ímpetus de unirse a la comitiva fúnebre, y ponerse al lado de la joven,
para seguir el féretro de aquella que había sido una segunda madre para él,
pero tuvo vergüenza de confesar que aquel entierro tan pobre era el de una
parienta suya, y su orgullo le vedó arrojar el brillo de sus estrellas, sobre
aquel cortejo, que tenía el aspecto de un cortejo de mendigos.
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