Wednesday, May 16, 2012

Sabina_III

Sabina Cortés, era el único ser que tenía el privilegio de conmover aquel
corazón litógeno que parecía hecho de cemento armado;
desde el primer día en que la joven había venido a su tugurio infecto,
se había sentido conmovido ante tanta belleza; perplejo ante aquella mutación
de su carácter, no había sabido sino admirar; y, cada vez, que la miseria, y,
en ciertos días de hambre, llevaba allí al joven desesperada, a él le parecía
que un hálito de rosas entraba hasta su cubil y, un sol que no conocía lo
iluminaba;
no negaba nunca a la joven aquello que le pedía y ese fue especialmente
generoso dándole casi el total del valor de la máquina:
-Yo, se la guardaré - dijo con una voz tímida, que nadie la conocía-; y,
entregando el dinero añadió mil consejos y recetas para las luxaciones y
quebraduras de los huesos…
Sabina, lo oía agradecida;
en su Soledad y, en su abandono, toda voz de consuelo era grata a su
corazón;
el usurero la acompañó hasta la puerta viéndola desaparecer por la escalera
sucia y tortuosa, con la tristeza de un búho, que ve en la noche naciente las
alas blancas de una paloma retardataria que se aleja;
cuando Sabina se halló de nuevo en la calle, le pareció renacer bajo la suave
caricia de la luz y, aspiró con placer la brisa tibia que traía perfumes de las
arboledas cercanas, y, contempló con fruición la gloria cupular del cielo,
en cuya diafanidad azul erraban nubes áureas, como estrellas aladas que
viniesen a besar su belleza de mármol jonio, que tenía la cadencia de un ritmo
suave… ;
y, miró con amor el Sol, que en el azul profundo, semejaba un espolón de oro
perdido en el Espacio.

Caminaban los dos, el uno al lado del otro, sin hablarse, como perdidos
en la claridad armoniosa de la tarde, que hacía del Parque de la Ciudad,
fatigado de colores, algo como un lago melodioso y, umbrío, sobre cuyos
mirajes violescentes el vellón armiñado de las nubes semejaba el vuelo lento
de una migración de garzas marinas buscando la ribera;
un ritmo de ensueño acariciaba el terciopelo de las hojas que la luz occidua
anaranjada produciendo una suave música en el estremecimiento de los
ramajes, que parecían alacordes;
el misterioso atractivo de la hora la hacía deliciosa, llena de un deliquio de
voluptuosidad extraño y, turbador.

Sabina se detenía por momentos contemplando melancólica, la oscilación de
los arbustos adolescentes, que alineados en filas a los lados del sendero,
parecían por su gracia efébica, pajes púberes, esperando para escoltarlas,
el paso de dogaresas tardas en llegar; y, permanecía inmóvil, como si temiese
abandonar la sombra que le daban los grandes árboles de la Avenida, y entrar
en la intemperie de luz que se extendía al frente y en la cual las fuentes
monumentales, cantaban la canción metálica de su espejo bruñido y frío,
sobre el cual flotaban los pétalos marchitos, recién caídos de los rosales que
aun temblaban;
una luz violácea afelpaba el horizonte, hacia el lado del mar muy cercano,
cuyas olas se veían romperse en espumas contra el dique que limitaba el jardín,
sembrando de líquenes de cristal los parterres florecidos;

el vuelo de las golondrinas era como una música más sobre el agua turbia de
las olas que a distancia tomaban sinuosidades siniestras;
niños juguetones mezclaban sus gritos al triscar de los pájaros que huían para
refugiarse en las copas de los árboles que la tarde muriente hacía irreales,
como cubiertas de un polvo impalpable de oro y de cenizas,
ambos callaban, como si el encantamiento litúrgico de la hora los hiciese
mudos, cual si temiesen el momento de la palabra y quisiesen encadenarla,
por que sabían que había de serles fatal.
Eduardo Armenteros y Matiz, era un joven alto, delgado, bien apersonado de
sí y, a quien el uso constante del uniforme militar daba esbeltezas elegantes;
tipo mediterráneo de un moreno pálido como de árabe levantino, con grandes
ojos negros imperiosos que aparecían agrandados y desmesurados por las
enormes ojeras, que una vida desarreglada de soltero extendía en torno de
ellos; muy escaso el bigote de guías pretenciosamente engomadas a estilo
kaiseriano; bajo ellas apenas visibles los labios pálidos de una boca incisiva
y cruel;
vestía en civil traje de color gris y tela ligera como convenía a ese fin de
primavera, en que el estío se anunciaba con una caricia ardiente propia de esa
zona que el mar latino baña de efluvios cálidos y sensuales;
pariente muy cercano de Sabina, por ser hijo de una prima hermana de su
madre, había crecido en su intimidad, y, se habían amado desde jóvenes,
cuando él vino de su lejana ciudad natal a principiar sus estudios militares
bajo la dirección del Coronel Cortés;
este amor había sobrevivido a la catástrofe política y financiera que llevó
al noble jefe al ostracismo voluntario y a la muerte;
cuando ésta sobrevino, Eduardo Armenteros, era ya Teniente,  

 y, esperaba un próximo ascenso;
en medio del horrible derrumbamiento de cosas en que ella había caído
envuelta, ese amor había sido para Sabina, su único consuelo, la única cosa
amable y amada, que le quedaba en su naufragio;
y la pobre criatura se había abrazado a ese amor, con una fe profunda en el
hombre que lo inspiraba, mecida por la melodía de las palabras inolvidables
que le habían sido dichas; su boca virgen de todo beso, se tendía sitibunda
hacia las linfas de esa fuente; que había de saciar su sed de ventura sobre
la tierra;
pero, hacía días, y, lentamente una nube gris que amenazaba hacerse negra,
se había levantado y se interponía, entre el sol de su amor y su corazón.
Eduardo Armenteros, se alejaba poco a poco de ella, espaciaba sus visitas,
y con fútiles pretextos, no la acompañaba ya de tarde en sus paseos
soñadores por el parque florido: y, vagos rumores le habían llegado de otra
pasión naciente en el joven prometido;
para hablar de todo eso, y, no queriendo recibirlo en su casa, donde la
enfermedad de su madre la hacía casi solitaria, se habían dado cita en el
jardín maravilloso, que el mar cercano llenaba con el prestigio armonioso
de la inmensidad;
llegados a la extremidad de la Avenida, los dos quedaron inmóviles, como si
la sombra cariñosa de los árboles les fuese tan querida y necesaria, que no
se atreviesen a separarse de ella;
el la tomó suavemente por la mano, dirigiéndose hacia un banco cercano,
que el último árbol protegía con su ramaje dócil, y se sentaron allí;
la estatua de un Héroe, que en la intemperie de la rotonda escampada
mostraba con su espada el camino de la Victoria a huestes invisibles, era
testigo mudo de aquella escena, en la cual palpitaba oculto el corazón de un
drama;
ella, quedó distraída, como si la voz de las aguas cercanas, le murmurasen
reminiscencias de otros dulces crepúsculos, pasados bajo el esplendor
bermejo de los soles moribundos, en ese mismo jardín, cerca a ese mismo
mar, oyendo murmurar cosas de amor a ese mismo hombre, en cuya boca
muda perecía ahora anidarse la víbora fatal de la traición.
el silencio parecía pesarles a ambos como la piedra de una tumba;
él, fué el primero en romperlo, y, como reanudando un diálogo interrumpido,
dijo con una voz suave, en la cual temblaba un reto de emoción: -Y ¿ opinan
los médicos que ha de ser larga la enfermedad?
-Larga… y lo que es más cruel aún; temen que haya necesidad de una
operación quirúrgica; tal vez cortar la pierna - dijo la joven, con un acento
en que vibraba toda la angustia de su corazón, como si viese ya ante ella el
miembro muerto, desprendido del cuerpo de su madre;

estaba pálida, tan pálida que su tez podía confundirse con la blancura del
cuello que adornaba su traje de un color crema evanescente, que la hacía
aparecer como una estatua de marfil bajo los ramajes fastuosos que le hacían
dosel;
esperaba un acento de esperanza, una palabra de aliento y de consuelo
de aquel que había sido el amor de su vida… ; y, calló, en un gesto de
vencimiento que pedía ser consolado:
-Es bien triste, que estas cosas nos sucedan en el momento más angustioso
y decisivo de mi carrera, cuando este nuevo Decreto del Gobierno viene
a sembrar el desconcierto y el dolor, en la vida de muchos de nosotros
- dijo Eduardo sin alzar los ojos, que tenía fijos en el suelo, donde trazaba
con el extremo de la caña de su bastón signos caprichosos.
-¿ Qué Decreto ? - dijo ella como haciendo violencia a su corazón, que hubiera
preferido callar, a saber nuevas desgracias que presentía;
él, vacilo en responder, como si temiese el dilaceramiento brutal, que sus
palabras iban a hacer en aquel corazón que todos los dolores habían escogido
como presa, y, cual si venciese su propio espanto, dijo:
-Un decreto semejante al que rige en otros países tendente a proteger la
dignidad de la clase militar, y, por el cual se prohíbe a los jefes y oficiales
contraer matrimonio con mujeres que no tengan una dote cuya renta equivalga
cuando menos a la cuantía del sueldo que ellos perciben; así, es necesario que
yo rompa mi carrera, que renuncie a ella y, me busque una colocación que me
permita ganar lo suficiente para cumplir mis compromisos contigo; ya he
escrito a mi hermano Juan que es empleado en una casa de Seguros, para que
me busque un empleo en ella.
-No, no - dijo ella con un acento de orgullosa resolución en la voz- ;
eso nunca, yo no seré la causa de la ruina de tus aspiraciones; no será por mí,
que sacrifiques el porvenir brillante que te espera; eso… jamás;
él, la miró asombrado, vacilante entre la admiración y la gratitud, la cual si
no se sintiese digno de aquel gran sacrificio que en el fondo de su egoísmo
bendecía, dijo ocultando mal su alegría y llevando adelante su comedia
sentimental:
-Mi deber antes que todo; yo, te he dado mi palabra, y debo cumplirla.
-Te la devuelvo - dijo ella con una voz imperativa, como si le arrojase al
rostro una cosa despreciable, y, dominando su corazón humillado, que había
oído sonar la palabra deber y no amor, en los labios hasta entonces tan amado
calló;

él, la miró, asombrado de no encontrar en su rostro ninguna expresión
  de violencia, ni en su voz ningún tembror de cólera, y, como si no pudiese
defenderse del sentimiento egoísta que lo dominaba murmuró débilmente:
-Eso no puede ser; tú estás sola en el mundo, y yo debo protegerte.
-No; yo no estoy sola en el mundo, pues tengo aún a mi madre; un corazón
como el mío, no necesita protección sino amor - dijo ella vivamente;
y cual si hubiese sentido de súbito derrumbarse en su corazón la vieja idolatría
y, el viejo ídolo, y, crecer en su lugar un acre desprecio contra ellos, añadió,
como si hablase consigo misma:
-Sólo el amor es necesario al alma; lo demás todo es despreciable.
-Pues bien, mi amor - dijo é l, con voz insegura- , me marca ese deber.
-¿ Tu amor ? - dijo ella, que sentía la falsedad de la palabra temblar en los
labios femeninos, y, añadió con una sonrisa triste, desbordante de desprecio
-: ese amor no puede exigir el sacrificio de tu carrera; al menos, yo, no
acepto, y, no aceptaré nunca eso;

y, poniéndose de pie, ajustó sus guantes con un gesto de elegancia suprema
y, dijo la joven, sin tenderle la mano para despedirse:
-Adiós; es hora de entrar en casa; mi madre me espera;
y, volvió la espalda, y se alejó;
él, quiso detenerla, balbuceó frases vagas e insinceras, a las cuales ella no
prestó atención alguna y continuó en marcha grave y calmada, hasta perderse
en los laberintos de la arboleda, como en el fondo de un paisaje al agua fuerte
en el cual las más puras líneas del dibujo eran las de su figura grácil y bella,
que parecía diluida en el horizonte y, lentamente fundida en la púrpura del Sol;

él, quedó en pie, inmóvil, viéndola alejarse indignada, no sin el germen de
una gran tristeza en el alma, y, la hubiera seguido para detenerla, si no
hubiera sido la hora, en la cual, en el Gran Paseo, cito en el corazón de la
ciudad, principiaba el desfile de carruajes, y, las familias aristocráticas
se daban rendez vous, en las sillas de las aceras, donde celebraban tertulias,
en una de las cuales, Sara Blum, la joven y bella viuda norteamericana, que
cortejaba hacía meses, lo esperaba;
detuvo el primer coche que pasaba y dió al cochero la dirección del Paseo;
al finir el Parque ya cerca a las puertas monumentales alcanzó a ver a Sabina
Cortés que marchaba erguida, indiferente a las cosas que la rodeaban, y,
a la admiración que despertaba a su paso, llenando los parajes con el prestigio
de su belleza, ante la cual la ancha zona de luz contabescente, parecía palidecer
y, morir…
y, sintió algo muy bello y muy triste rodar en su corazón, como una avalancha
de rosas blancas bajo un reflejo lunar.
                                                                                           

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