Monday, May 21, 2012

Sabina__V

-las dos - murmuró la joven.
-¡Pobre hija mía !;  ¡tan tarde y aún en pie!;
¡pobre Vina ! - dijo débilmente la madre, haciendo mas tierna la última palabra,
que era el diminutivo familiar que ella y su marido habían dado siempre a su
hija;
y, como si tomase lentamente conciencia de las cosas, tornó a preguntar:
-Y,  ¿Eduardo ?   ¿no ha escrito?
-Sí - dijo Sabina,  que había dicho a su madre que el joven militar estaba en
maniobras en un pueblo lejano;  y le había ocultado la verdad hasta el hecho
de que en esos días le había devuelto todas sus cartas y sus retratos,
exigiéndole la devolución de los suyos,  que obtuvo,  con una carta que le
devolvió sin abrir;

la penumbra de la estancia ocultaba bastante las facciones de la joven para
que la enferma no pudiese ver en ella el dolor que esas palabras le causaban
y  la angustia y la desolación con que apretó los labios cuando las hubo dicho,
como si hubiese querido estrangular con ellos el reproche hiriente y la palabra
viva que iban a salir;  sus ojos se hicieron tristes de una tristeza insondable  y
sin embargo violenta,  como la de un paisaje de mar en el cual acaban de
desaparecer los restos de un naufragio;
doña Zoila extendió en la sombra su mano descarnada y pálida buscando
el rostro de su hija,  para acariciarlo;  y  ésta,  adivinando la intención del
gesto,  se inclinó sobre ella,  y, la besó,  larga,  apasionadamente;
y,  las dos mujeres permanecieron así abrazadas largo tiempo,  en el ceno
proceloso de su angustia;
bajo el poder pacificador de esa caricia y el efecto aún persistente de los
narcóticos la enferma volvió a dormirse.
Sabina,  desprendiéndose suavemente de los brazos maternales,  se puso
en pie;  extinguió por completo la luz,  y en puntillas abandonó el aposento
sin cerrar la puerta de cristales que separaba ésta del salón donde ella dormía,
y se dejó caer,  vestida,  sobre el colchón tendido en tierra.

Un crepúsculo azul,  de un azul diáfano,  como de marismas dormidas
a la sombra de un manglar,  moría sobre el cielo,  donde las estrellas de
la tarde surgian como rosas hieráticas,  en un gesto de pálido holocausto;
en la hora turbadora  y, ardiente,  el rumor de las muchedumbres semejaba
bordoneo de millares de abejas colosales,  en torno de una colmena gigantesca;
a esa hora en que los obreros abandonaban sus labores, la gran ciudad
febricitante y fabril,  emporio prodigioso de riquezas,  se hacía rumorosa  y
clamorosa,  como un gran río que rompiendo su cause, e vertiese en afluentes
torrentosos;
cuando Sabina,  fatigada por el descenso de la larga escalera,  llegó al portal
de su casa,  que daba sobre la calle,  tuvo la impresión de un deslumbramiento
en sus pupilas habituadas al claroscuro de la estancia y un asordamiento en
sus oídos habituados a los grandes silencios de la cámara que acababa de
abandonar;  miró azorada la calle tumultuosa que se mostraba ante ella
como un río humano,  que bajaba violento desde la montaña cercana
hacia la mar vecina;  era una de esas calles más populosas y más populares
de la Ciudad;  vaciló un momento antes de lanzarse en aquella corriente
humana,  que le daba miedo;  iba sin sombrero,  pobremente vestida,  y,
llevaba bajo el brazo un inmenso envoltorio;
había esperado para salir, esa hora indecisa de la tarde para no ser vista
por nadie;
la portera que la vió bajar así, la miraba conmovida, porque era la primera
vez que la veía salir en esa indumentaria, y, no ignoraba el drama de dolor
y de miseria que rodeaba por todas partes, aquella noble y valerosa joven;
hubiera querido acompañarla, aligerándola del peso que llevaba, pero sus
ocupaciones no se lo permitían en ese momento, y suplicaba en vano a la
joven, que esperase a que su marido viniese, para hacerle compañía.
Sabina rehusó amablemente y, se lanzó a la calle valientemente, como
si se embarcase en las ondas agitadas de un mar en borrasca; marchaba
arrimada a las paredes, avergonzada, temerosa de encontrarse con alguien
conocido y, como deseosa de borrarse y de esfumarse en aquel crepúsculo
triste, que tenía para ella el aspecto de un sudario;
se fatigaba en ocasiones asaltada de vahídos, porque a esa hora tan tarde
apenas si había tomado alimento, preocupándose sólo de que su madre
lo tomara;
había descendido bastante por la calle larguísima, seguida a veces por mozos
atrevidos, a quienes sorprendía su extraña belleza y, oyendo los galanteos
que a ella se dirigían, cuando poco antes de desembocar en la gran plaza,
poliédrica, llena de rumor de los estudiantes que a aquella hora abandonaban
las aulas, apercibió un grupo de tres mujeres muy elegantes acompañadas de
un joven, y, que sin duda se dirigían a un Cinematógrafo cercano, entonces
muy en boga;
las dos mujeres más jóvenes, marchaban adelante, y la de atrás, se apoyaba
en el brazo del joven, con el cual conversaba en tono amoroso y confidencial
con una sans-façon de extranjera voluntariosa indiferente a los juicios de una
ciudad en la cual no vivía sino de paso.
Sabina no tuvo que mirar dos veces para reconocer en el acompañante de las
damas a Eduardo Armenteros, y adivinar en la mujer de más edad, a Sara
Blum, la rica viuda americana de cuyos amores con aquél había ya oído
hablar;
desconcertada, presa de un verdadero terror ante la idea de ser vista así,
sin sombrero, vestida como una obrera y, con un lío bajo el brazo, miró
azorada a todas partes, no sabiendo que hacer, ni dónde ocultarse; y, como
el grupo se acercaba se precipitó dentro del primer zaguán que halló al paso,
inventando el nombre de un inquilino imaginario para preguntar por él;
felizmente, la portera que estaba en los pisos altos tardó en bajar, lo cual dió
lugar a que el grupo pasara, y cuando Sabina volvió a la calle, ya Eduardo
y sus acompañantes habían entrado al Cine;
la joven siguió apresurada su marcha, buscando las calles menos concurridas,
hasta dar con la « Piedad » , la casa de préstamos del Señor Joaquín; y,
llegada a ella, penetró resuelta, como que conocía ya el tugurio infame;
había poca gente;
a pesar de su traje, que no era el habitual, el dependiente la reconoció; vino
presuroso a su encuentro; la hizo entrar al salón y avisó a su amo; un rayo
de alegría brillo en la cara del hurón taciturno, y se extendió sobre su cabeza
calva, desde la frente al occipucio, cuando oyó el nombre de la joven, y,
dejándolo todo, vino a su encuentro, obsequioso y zalamero, como con
nadie lo era;
se informó con interés de la salud de doña Zoila, y guiñando los ojos dijo,
refiriéndose a su mujer, por la cual la joven le preguntaba:
-La Higinia está enferma, tal vez se muera…
diciendo esto, un resplandor de felicidad invadió en su cara de rata
hambrienta y añadió:
-Si la Higinia se muriera… ; si yo quedara viudo… ;
y, miró a Sabina, con la timidez de una lagartija que teme ser pisoteada;
la joven, indiferente, se limitó a abrir el lío y desplegar ante los ojos
del usurero, las prendas que contenía;
eran sábanas, fundas de almohada, toallas primorosamente bordadas por
sus manos, en los días felices en que creía posible su matrimonio con
Eduardo y hacía su equipo de novia;
los ojos del prestamista no miraban casi los objetos ofrecidos a su codicia,
pues no acertaban a separarse del rostro de la joven cuya belleza triste lo
sugestionaba, y viéndola en aquel traje y, sin sombrero exclamó:
-¡ Pero, Señorita !… usted así… sin sombrero… ¿ por qué no pedirme su
abrigo de terciopelo que está aquí ?… yo se lo habría dado, por algunos
días… tratándose de usted…
-Gracias - dijo la joven a quien su familiaridad con el dolor, hacía
doblemente sensible a las bondades.
-Además - añadió el Señor Joaquín- , venir usted misma trayendo ese bulto…;
si su criada no podía venir con usted, ha debido avisarme por teléfono,
yo habría enviado al dependiente.
Sabina, agradeció, tratando de abreviar la conversación;
no fué cruel el usurero, y como siempre, dió sin discutir lo que ella le pedía;
cuando sus manos rozaban las de la joven al doblar las telas temblaban;
se hacían tiernas las garras de aquel polí voro, tocando las alas de su presa;
el gelasmo de aquel hombre, era horripilante;
un reír de vesánico;
ella, retiraba cautamente las algas floridas de sus manos, no sin que un
rosmarino fugitivo, coloreara sus mejillas…
el extraño Arpogon, acompañó su víctima hasta la puerta y la siguió
con los ojos hasta perderla de vista, con la tristeza de un dinosauro,
que enamorado de una estrella filante, la viera hundirse en el mar.

Sabina continuaba en luchar fuertemente con el Destino que la acosaba,
y, en defender heroicamente la vida de su madre, contra la muerte que la
acechaba;
pero, su gesto, superior a sus fuerzas la fatigaba y, en ocasiones amenazaba
romperlas definitivamente;

¿ era eso lo que la Vida le ofrecía por premio a su Belleza y su Virtud?…
resistía indomable el vendaval en esa hora opaca y triste de su existencia,
pero tenía instantes de hosca rebeldía contra el Destino, sobre todo cuando
su miseria chocaba con el lujo insolente de los otros, y, especialmente con
el de ciertas mujeres fáciles que pululaban a su alredor, y, algunas de las
cuales vivían en la misma casa, en pisos vecinos al suyo;
el ambiente de obsequiosidad servil y cuasi admirativo que las circuía
cuando bajaban de los grandes automóviles, erguidas y soberbias,
como si el Vicio fuera una forma de la Gloria; el perfume errabundo y,
delicioso que dejaban en la escalera al subirla o bajarla, ataviadas para
una perpetua fiesta; el brillo coruscante de sus joyas, que las hacían
aparecer como imágenes milagrosas agobiadas de presentes de sus fieles;
sus toilettes suntuosas bajo las cuales se adivinaba la consunción de sus
cuerpos agotados por la crápula; la altanería de sus miradas, en las cuales
los ojos fatigados de sueño, ponían una tenebrosa luz; la insolencia de sus
cabezas desafiadoras, alzadas con osadía, como si la venalidad del Amor
fuese una aureola, fulgurante sobre las plumas de sus sombreros; todo ese
espectáculo de Vicio Triunfal, hacía amargo su espíritu, cuando pensaba
en sus días de hambre, en su vivienda estrecha y malsana, en el divino
cáliz de su cuerpo intocado que ahora languidecía casi en desnudez;
se indignaba, pero no envidiaba esos triunfos fáciles de la Concupiscencia;
tenía el alma demasiado alta y demasiado noble para admirar esa miseria
moral, a la cual prefería, la miseria material, en la cual estaba sumida;
como en el fondo de un pantano sin olas y sin rumores;
ella sentía que la sencillez forzada de su indumentaria, su belleza
resplandecía aún más como si estuviese desnuda;
las miradas de los hombres se posaban en ella, ávidas y tenaces, como no
lo habían hecho cuando elegantemente vestida, iba por la calle del brazo de
su madre, cuya blanca cabeza era como un escudo de fuerza y respeto, que
la protegía contra la nube de deseos voraces que despertaba;

ahora los hombres la seguían más de cerca, le decían cosas más audaces
y, tenía que romper su débil presupuesto diario, tomando el tranvía para
evitar el ser seguida y molestada por los admiradores callejeros;
los amantes de las grandes cocotas que infestaban la casa, fingían toda
clase de ardides, para encontrarse con ella en la escalera haciéndole grandes
cumplidos y hostigándola con toda clase de promesas veladas y
halagadoras; algunos de ellos mostraban una pasión verdadera, y había en
sus ojos y en su voz, brillo y tremores de amor, y, todos parecían decirle:

« Esos automóviles, esa joyas, esas telas que sirven y adornan a las otras,
tuyas serán, con solo una abdicación de tu orgullo, un suave deslizar el las
olas del Mar de Citerea;
virgen fuerte y tenaz en el dominio de sí misma, ella, cerraba sus ojos
a esas tentaciones y sus oídos a esas promesas, y, no tenía ojos sino para
ver los dolores de su madre, y oídos para oír sus quejidos lamentables;
y la salud de ésta empeoraba por minutos de una manera alarmante;
todos los médicos persistían en el mismo dictamen: era necesario operarla,
cortar la pierna, y, eso antes de que la gangrena ya iniciada progresase hasta
hacer inútil toda operación;
operarla… ¿ Y dónde ?

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