era necesario llevarla al Hospital de caridad, porque las Clínicas de los
grandes cirujanos eran inaccesibles a sus recursos;
la idea de entregar su madre para ser despedazada así, por médicos y
practicantes en una mesa de operaciones públicas, la exasperaba casi hasta
la locura;
un Gran Operador, uno de los Príncipes del Bisturí, el más reputado de todos,
y, que era como el Peän de aquella Ciudad, habiendo sabido la desventura de
la joven, de cuyo padre había sido amigo, vino a ver la enferma, y, no hizo
sino confirmar el terrible veredicto: la Operación o la Muerte; y, le dió
una
tarjeta de recomendación, para el Médico Director de un Hospital;
no pudo conseguir, allí, una cámara de pago modesto ni un lecho de favor, y,
se le mostró la sala blanca y el lecho mercenario donde había de reposar y
acaso morir su madre;
cerró los ojos, y, abandonó como loca, aquella morada del Dolor y de la
Muerte;
y, con esto en el alma, después de una noche de doloroso insomnio, se
presentó en el Despacho, para trabajar en él, la triste mañana de ese día,
en que debía llevar su madre al Hospital;
su consternación era visible: sin embargo; ensayaba guardar su actitud serena;
en el despacho no había nadie;
sin duda el Abogado había salido, contra su costumbre, a alguna diligencia
urgente;
no había en su mesa trabajo preparado para ella;
la puerta que comunicaba el despacho con el dormitorio, estaba apenas
entornada, y, como ella tenía costumbre de saludar a la Señora, cuando el
marido estaba ausente, quiso hacerlo;
tocó;
no respondieron;
empujó la puerta y, entró;
no había nadie;
sin duda el matrimonio concurría a alguna fiesta matinal, porque todo en la
cámara anunciaba el trajín de un reciente vestir; los armarios y, los cajones
mal cerrados; cintas, encajes y blondas, sobre las sillas y, el sofá, cajas de
joyas vacías sobre los veladores y la mesa-tocador;
y, en ésta, en una caja a medio abrir, lucía sus fuegos fatales, una sortija,
hecha de una esmeralda rarísima, contorneada de magníficos brillantes.
la Tentación tomó con sus manos a la joven y, la acercó a la joya preciada;
la tomó cautamente para admirarla;
de súbito sintió nacer en sí la idea imperiosa de robarla, de venderla o de
empeñarla para salvar a su madre;
el Delito se alzó ante ella, con la faz augusta del Deber;
la joya parecía hablarle en el fondo del estuche y decirle: «
Tómame, que sin
mí, tu Madre muere: Yo soy la Vida de tu Madre. Sálvala. Conmigo tienes
su vida en tus manos. Tú no tienes el derecho de matarla. Tómame »
;
y, la joya parecía no querer desprenderse de los dedos que temblaban.
Sabina ya no vaciló;
sacó la sortija del estuche;
la deslizó en su bolsillo;
y, salió;
cerró cuidadosamente la puerta detrás de sí;
nadie la vió salir…
era un sábado y los porteros, ocupados en la limpieza de la escalera, estaban
en los pisos superiores;
el groom estaba ausente;
cuando estuvo en la calle, le parecía que el sol, relataba su ignominia, rojo
de vergüenza;
al pasar frente a la terraza de un café, que había en la esquina de la calle,
las miradas que su belleza atraía, le parecían acusadoras, y los labios
que le adulaban, le parecían prontos a grita: «
¡
Cogedla, ahí va la ladrona ! »
;
y, con la mano en el bolsillo, apretaba la joya, como si fuese a caérsele y, a
delatarla con su caída;
iba de tal manera azorada, que al atravesar la calle, estuvo a punto de ser
atropellada por un automóvil;
un guardia vino en su auxilio;
al verlo, huyó despavorida, creyendo que iba a prenderla;
así llego aterrada y jadeante a la casa del señor Joaquín.
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