Páginas de un Diario.
¡
Pobre Augusta Cossío !;
acabo de cerrarle los ojos para siempre; aquellos divinos ojos tenebrosos,
y, siento aún la impresión de sus párpados bajo mis dedos;
sus párpados rebeldes a cerrarse definitivamente sobre sus pupilas de miosotis,
esas pupilas cambiantes y, como marescentes, que habían sabido tan bien fingir
la ceguera de Ana, en la Città
Morta, de d'Annuzio, los furores de Fedra, y la
resignación serena de Ifigenia, cuando su voz de encanto modulaba
los prodigiosos versos de Racine;
esas pupilas que la muerte parecía hacer aún más obscuras, tenebrosas,
como dos pozos profundos, a la sombra de grandes cactos salvajes:
sus pupilas que al mirarme por última vez se hicieron feroces, con la ferocidad
desesperada de una leona moribunda que ya no puede devorar;
cuando llegué cerca a su lecho de muerte, ya no podía hablar;
el estertor de la agonía, sonaba en su garganta, cono un gargarismo trágico;
tenía el rostro vuelto contra el muro;
ya no oía nada;
pero, cuando la monja que la asistía, la llamó fuertemente, para decirle que yo
-su marido-, había llegado, pareció revivir toda en un arrebato de odio indescriptible;
intentó erguir su busto y levantarse apoyando un brazo sobre la almohada;
un rugido todo gutural, que era como el maullido de un chacal ultimado por el
cazador, salió de esa garganta hecha a conmover las multitudes con sus grandes
gritos clásicos, que igualaban y superaban el bello horror de la Tragedia antigua;
me miró fijamente, ferozmente, con sus ojos desmesuradamente abiertos en los
cuales parecía haber capturado toda la sombra trágica de las noches de la Eternidad;
y, cayó sobre la almohada;
inerte, vencida…;
estaba muerta;
había un terrible gesto de violencia en aquella faz lívida, en la cual parecían
haberse inmovilizado todos los rencores;
el mentón, voluntarioso se alargaba enormemente, y, los ojos, cercados ahora,
no del antimonio teatral, sino del cerco azul, imborrable, de la enfermedad, se
hacían obscuros profundos, como dos pozos mefíticos, de los cuales se escapara
un vaho de muerte, en granes ráfagas mudas;
estaba repugnante y odiosa de mirar;
la monja que rezaba con su voz monótona, las oraciones de los agonizantes,
cesó en ellas al verla morir y gritó:
- ¡
Jesús !
y, aspergió agua bendita sobre ella;
las gotas cayeron y, temblaron sobre el horrible rostro contraído, como aljófares
sobre una rosa muerta, y rodaron sobre la garganta, y sobre el pecho, haciéndole
uno como irrisorio collar de cuentas de cristal, ¡
a ella, que los había
ceñido tan ricos, de perlas de Ceilán y de brillantes del Transvaal !;
la monja, acercándose a mí, y, tendiéndome la rama de hinojos con que acaba
de aspergiar la muerta, me dijo con una voz sin emociones, como si hubiese
sido invadida por el odio que expresaba aquella faz inerte:
-Ahora usted;y, cuando lo hube hecho, añadió:
-Ciérrele usted los ojos;
me acerqué para hacerlo;
una última lágrima que los perlaba humedeció mis dedos;
tuve la certidumbre de que si en ese momento hubiese llevado a mis labios
aquellos dedos así húmedos, habría caído muerto como un rayo, intoxicado
por aquel tósigo fatal; tan grande era el odio que se reflejaba en aquellas pupilas
inexorables;
hice esfuerzos inauditos por cerrárselos;
los párpados se habían hecho duros, cual si fuesen de celuloide, y, sus largas
pestañas, antes sedosas, se diría que ahora punzaban como espinas;
al fin pude dominarlos, y, quedaron apenas entrecerrados;
el azul gris acerado de las pupilas, brillaba entre el negro tenebroso de las
pestañas, como las hojas de dos puñales que quisieran atravesarme las manos;
cuando logré, a medias, mi intento de cerrarle los ojos, me retiré del lecho;
la monja, que había continuado en decir sus oraciones, calló;
esperaba sin duda, que yo besara el cadáver de aquella que había sido mi mujer;
viendo que me retiraba sin hacerlo cubrió la faz de la muerta con un paño y se
postró de rodillas ente el lecho;
continuó en rezar;
yo abandoné la estancia…;
y, heme aquí en el jardín, lleno de un sereno contento, pareciéndome un sueño,
esto de ver rota mi cadena y recobrar mi libertad;
me parecen más bellas las rosas que duermen bajo el refugio hospitalario de los
árboles y, aquellas de una belleza dulce, que se abren en los grandes vasos de
mayólica de la loggia ;
los jazmines del cabo dan un perfume tan fuerte, que siento un vértigo…
¿
no será mi felicidad la que me turba ?;
ya soy libre;
¿
podrá darse una felicidad mayor ?
aquel cadáver que yace en el lecho tras de los cristales de una de esas ventanas,
es mi cadena rota, mi cadena fundida por el rayo de la muerte;
el cuerpo de aquella mujer, así inerme es mil veces más amado, que lo fuera
cuando vivo temblaba de amor entre mis brazos…
llego a dudar de mi felicidad, y quiero entrar de nuevo, tocar el cadáver y,
convencerme de que Augusta Cossí
o, mi mujer, está muerta, bien muerta…
pero, ¿
a qué ?
mi ventura es cierta;
ya soy libre…
cómo el eco de estas palabras parece turbar la poesía emocionante del jardín
como un gran grito de Victoria;
parece que una espada de luz, la espada de un Arcángel vencedor, atravesara
el corazón del paisaje voluptuoso donde el sol pone notas de fuego, que son
como el pentagrama incendiado de un Cántico de Amor;
una embriaguez oculta me posee, una embriaguez de felicidad, al ver destruído
para siempre aquello que parecía indestructible;
¡
oh ! cómo la Muerte es piadosa…
¡
cómo Dios, es bueno !…
Ahora, sea lo primero avisar a Blanca, por medio de un despacho telegráfico
en que le diga: «
Augusta, ha muerto; ven súbito »
;
¡
cómo exultará de placer !
¡
pobre criatura !
es una sensitiva…
El despacho ha partido;
mientras Blanca llega y, el Mayordomo y, la servidumbre arreglan eso de
preparar el cadáver y, expedirlo a Lecco, para ser sepultado allí en el suntuoso
mausoleo que ella misma se erigió en vida, quiero repasar mi cuaderno de notas,
y, evocar la bella y trágica figura de esa mujer que acaba de desaparecer en la
Muerte, ¡
ay ! y la parte tan dolorosa que ella tomó en mi Vida…;
¿
cómo conocí yo a Augusta Cossí
o, ante la cual ahora la prensa del mundo
batirá sus cobres más sonoros, y, los grandes rotativos exaltarán recordando
sus triunfos escénicos, y, lo que ella y, sus admiradores llamaban -no sin razón-
su Genio ?
era en Ostende;
la estación batía su pleno, como se dice en lenguaje de playas y, balnearios;
el sol de un día de Agosto, canicular y abrasador, caldeaba la atmosfera y, los
cuerpos en una temperatura senegalesa;
el verde de los jardines principiaba a tornarse en un áureo languideciente y, los
follajes tomaban un color de cadmio, agobiados, cual si una fiebre interior los
consumiese;
el hall del Hotel Imperial era como una bahía de mármol, en cuyas blancuras
refrescantes, las parasitas y las mimosas de los jarrones hacían adornos de
oricalco;
los huéspedes que no habían ido a los baños, hacían corros, o tendidos más
que sentados en los sillones de mimbre, se entregaban a charlas cosmopolitas,
disertando unos sobre juego y sobre sports, silenciosos otros, ensoñadores,
sintiéndose sin duda aguijoneados por las peores lascivias ante las desnudeces
atrevidas de las mujeres, empeñadas en tantalizar los hombres, con el espectáculo
de sus carnes cubiertas en algunas por telas vaporosas y desnudas en otras con
osadía de un reto a todos los deseos;
de súbito hubo un rumor entre los concurrentes, y, un nombre circuló de boca
en boca: -Augusta Cossío… Augusta Cossío…
los hombres volvieron a mirar con avidez;
las mujeres con envidia;
la gran Trágica, acabó de descender la escalera, y avanzó en el vestíbulo,
como si estuviese en la escena;
alta, erecta, majestuosa, consciente de su renombre y, de su gloria;
el ligero matiz de excentricidad que la distinguió siempre, se acentuaba ese día
en su toilettes simplicísima y sin embargo extrañamente sugestiva; era una
túnica vaporosa, de sedalina jaspeada como una flor de amaranto, con mangas
amplias que no llegaban a los codos, ceñida al talle con un cinturón de brocado,
con una franja del mismo, que le caía a un lado a manera de estola;
su sombrero era enorme de tul blanco, ornado de dos grandes lirios azules,
que tenían el aire de flores acuáticas emergiendo de las espumas de un oleaje;
lo ataba debajo de la barba con dos cintas violáceas que le caían sobre el pecho;
se apoyaba en e mango de la sombrilla muy alta como si fuese un cetro;
había algo de ateniense, y, mucho de versallesco en su tocado y en su actitud;
¿
era bella ?
tal vez, sí…
de una belleza indescifrable y, toda espiritual, que había hecho decir a un
cronista de teatros: «
Augusta Cossí
o, no es verdaderamente bella, sino
en escena, porque toda su belleza está en su genio »
;
pero, elegante, sí que lo era; la elegancia residía en ella, en todos sus gestos,
en todas sus actitudes, era como un perfume de su alma, algo de sí misma,
que le era consubstancial e inseparable;
bella en su rostro enjuto, con las mejillas consuntas de las grandes apasionadas
del Arte o del Amor; bella con la palidez mate de su cutis que tenía el tinte de
un geranio muerto bajo los rigores del sol; bella con su boca larga, delgada y
sensual, aquella boca que era como una lira hecha para poner música a los gritos
de Andrómaco, a los gemidos de Gioconda y, aun a los monólogos desesperantes
de horror, de Lady Macbeth; bella, con sus ojos profundos, de un azul tenebroso,
que parecían irradiar el crepúsculo de millares de soles muertos sobre un mismo
caso: el cuello delgado y sísneo hecho para crear y modular la misteriosa
música de las frases; sus formas gráciles que se dirían adónicas, formas de
una virgen o de un efebo; los brazos largos, como hechos para el gran gesto
desmesurado y, trágico; y, las manos; aquellas dos azucenas exangües, como
dedos tentaculares en los cuales el brillo de las piedras de las sortijas fingía
miriadas de insectos luminosos adheridos a las ramas de una enredadera florestal:
su marcha, era lenta, orgullosa, pausada como si un ritmo de Melopeya presidiese
sus movimientos;
así pasó, respondiendo a los saludos, amable y grave;
se veía que superior a su sexo, y, casi fuera de él, no aspiraba a despertar el
Deseo, sino la Admiración;
había ya desaparecido su silueta elegante entre saludos y genuflexiones, y se oía
aún el rumorear de voces que decían:
-Augusta Cossío, Augusta Cossío;
y, su nombre sonaba en el espacio fuliginoso, como una melodía misteriosa e
inquietante.
Aquella misma tarde, y en el mismo Hall del Hotel, un amigo común, diplomático
en vacancias, nos presentó el uno al otro:
-Es providencial- dijo ella, estrechándome la mano y con una viva emoción en
los ojos y, en la voz-; había venido aquí esperando encontrarnos; en Cristianía,
acabo de ver despedazar una obra vuestra; sois demasiado mediterráneo para
que el Norte pueda comprenderos y sobre todo para que artistas del Norte
puedan interpretaros; he sufrido enormemente viendo cómo Maddy-Sthorberg,
rompía las ánforas de vuestras metáforas, y, hacía pedazos el cristal de vuestros
versos; en Stockholm quise veros, pero se me dijo que algo improviso os había
obligado a partir;
¿
conocía ella aquel desgraciado incidente de juego, que me había obligado
a renunciar la Secretaría de la Embajada de mi país que allí desempeñaba y
buscar abrigo y olvido en una misión de inspección de consulados que me había
sido confiada ?
sospecho que sí;
me hizo el honor de invitarme para acompañarla en su mesa esa noche;
fuí
;
tenía otros varios convidados a los cuales me presentó;
todos me conocían de nombre y algunos se dijeron lectores de mis libros;
comprendí que yo era el clown de la sesión, y, eso me disgustó, como siempre
que mi celebridad literaria me ha obligado a llenar ese papel;
se habló de libros;
todas gentes de cultura y de una refinada educación, hicieron alusión a mis libros,
especialmente a mis novelas, que la mayoría dijo haber leído.
Augusta Cossío, habló de mi teatro;
la fanatizaba, según su entusiasta decir;
lo defendió de la acusación de esoterismo que se arrojaba sobre él; lo halló
límpido en el pensamiento y de tal musicalidad en la dicción, que:
recitarlo- dijo- es el más bello placer estético para una actriz apasionada por la
euritmia del gesto y, la armonía de la palabra;
sentirla hablar así, a ella, la grande interprete del teatro nórtico, la Hedda Gable,
la Nora, la Ellida Vangel de la dramaturgia ibseniana, ella, que había dado muy
recientemente la música de su dicción y, el impecable esplendor de sus grandes
gestos trágicos, a las últimas creaciones del genio d'annunziano, y en Ana de la
Città
Morta, acababa de fanatizar los públicos de la Riviére, en una tournée
que quedaría memorable por el fausto de las representaciones y, el genio
maravilloso de la artista ¿
cómo no había de ser grato a mi orgullo, el elogio
de aquella que con Sarah, la divina Sarah, y Eleonora, la magnífica Eleonora,
formaba la trinidad del genio femenino sobre los escenarios del mundo ?…
yo, no sé si todo sentimental será un desgraciado, pero sí puedo asegurar
que todo desgraciado es un sentimental, y, yo, lo era mucho en aquel momento,
por eso sus palabras me fueron tan dulces, y, cayeron como un bálsamo lenitivo
sobre mi corazón;
una gran luz de esperanza brilló en mi horizonte, y despertó en mí una
loca ambición… ; ¡
si Augusta Cossío, quisiera ser la intérprete de mis dramas,
aclimatarlos en esos públicos reacios a comprenderlos y siempre imbuídos de
las leyendas contra mí !… ; ¡
ah ! eso sería, mi fortuna rehecha y, mi gloria
conquistada:
como si respondiese a ese secreto y tumultuoso anhelo mío me preguntó
si no había escrito nada para el teatro después de «
La Vida es un Deseo »,
ese drama
escrito para Honorina Stelli, y, que la joven cómica, muerta recientemente,
no había tenido tiempo de llevar a la escena;
hablamos de eso, y, de alguien a quien ella conocía, que me había amado mucho
y, a quien yo, no había podido amar; y, nos compadecimos ambos de aquel gran
infortunio espiritual, que yo no había podido consolar;
y, terminada la comida, nos separamos, ya espiritualmente amigos, y comulgando
en unos mismos ideales de Arte y de Belleza.
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