Friday, June 22, 2012

Otoño Sentimental__II


Después, nuestras relaciones se estrecharon;
su alma tuvo el temerario intento de llegar hasta mi alma y ver en ella;
quiso inclinarse sobre el álveo obscuro y, trágico de donde fluyen todas
mis creaciones;
y, la grande artista comprendió que había algo más trágico que su genio,
y, era, el genio de mis dramas;
y, aspiró a que hiciera una tragedia para ella;
y, le hice: Sakountala, en la cual apartándome mucho de la fabula de Kalidasa,
quise poner toda la poesía del Ramayana, estrechada en los causes clásicos de
la Tragedia griega, mas la musicalidad de la lírica latina;
la halló admirable y, se entregó al estudio de ella con pasión;
para aprenderla, para ensayarla, para combinar todos los secretos de la mise en
scene, hasta su representación triunfal, hubimos de viajar juntos;
y, lo que había de suceder, sucedió;
fué al principio mi querida y luego mi mujer;
como Friedrich Hebbel, como Maurice Mæterlinck, como tantos otros,
fuí el marido de la protagonista de mis dramas;
y, yo, el Conde Sergi, diplomático y escritor mundial, fuí como un cómico
más, yendo de aquí para allá con la compañía de Augusta Cossío; aunque es
verdad que guardábamos las distancias, yendo siempre en un tren distinto del
de su compañía;
nuestro matrimonio se prestó a miles de comentarios, nada halagadores para mí;
se dijo que miserablemente arruinado sobre el tapete verde, yo había jugado y,
ganado esa última partida, poniéndole la mano a los millones de Augusta Cossío;
y, que ya había hallado manera de redorar mi escudo con el oro de los de ella;
cuanto la Envidia inepta, puede inventar contra un escrito ya consagrado por
la fama, se dijo contra mí;
no se respetó sino mi talento; y, se proclamó que yo había encontrado en Auguta
Cossío, la única intérprete, a la altura de mis dramas;
ella, se dió con pasión a interpretarlos, y, magnificó mis creaciones reproduciéndolas;
hice personajes para ella, y, los superó encarnándolos;
cada una de nuestras tournées, era una serie de triunfos artísticos y, de pingues
rendimientos;
ora fuera por delicadeza, ora por previsión, mis derechos de autor me fueron
siempre pagados y ella guardó sus proventos de artista y, la gerencia de su
compañía;
yo, no fuí jefe de cómicos, ni puse ojo en la administración de su empresa para
saber los enormes ingresos que tenía;
mi orgullo me vedaba esos menesteres;
había más intelectualidad que sentimentalidad, en nuestro amor, y, podía decirse
bien, que nos administrábamos más que nos amábamos;
no éramos ya jóvenes para eso; ella se aproximaba a los cuarenta, y yo la había
ya dominado; eso quitó a nuestra pasión todo arrebato, todo germen de sensibilidad
morbosa que pudiera ocasionarnos inútiles celos y dolores;
demasiado, o mejor dicho, justamente orgullosa de su nombre de artista, Augusta
Cossío, no usó del mío, y del titulo a que él le daba derecho, sino cuando
frecueatábamos alta sociedad; que era bien poco, por parte de ella, que la tenía
en aversión, y así, nuestro escudo sólo sirvió para decorar la vajilla y ser bordado
sobre las ropas de la cama;
yo, no la amaba bastante para tener celos de su pasado, del cual sabía muy poca
cosa, lo mismo que sabía el publico: que muy joven había sido la querida del
Poeta polaco Casimiro Linonescky a quien había amado con delirio y, el cual
la había cantado en versos admirables;
muerto este, muy joven, devorado por la tisis y el alcohol, ella le había guardado
un culto religioso y por largo tiempo había adornado con tocas de viuda su bella
cabeza imperiosa, tan naturalmente trágica; su aire de dogaresa enlutecida, la
hacía aún más interesante al corazón y, a los ojos de los públicos que la adoraban;
ése era un pasado bien trivial y, cuasi inocente, para una mujer de teatro;
yo, sospechaba que en ese pasado sentimental de Augusta Cossío había más
teatralidad, que otra cosa, porque la actriz no abdicaba en ella ni aun en sus
actitudes más íntimas;
no era una de esas mujeres que tiene el corazón a flor de piel, y, fácil de
interrogar;
era reservada y fría; no había en ella ningún germen de romanticismo, ni de
enfermiza idealidad;
demasiado llena de sí misma, su teatro la absorbía por completo, y, no vivía
sino para él, y, casi podría decirse que en él;
así, aquel gesto de profunda tristeza, que notaba en ocasiones en ella, y, los
largos ensimismamientos en que caía, no me inquietaban, y, no la interrogué
jamás acerca de ellos;
no la amaba bastante para estar celoso de su pasado, ni temeroso del presente;
fué ella, quien un día, al terminar una excursión por Suiza, me dijo con esa voz
musical, que era el encanto de los públicos y se hacía aún más bella en la
intimidad:
-Hemos de hacer una excursión a Lugano… ;

¿ quieres ? Hace ya más de un año que no voy; y, la pobre niña muere de pena.
-¿ Qué niña ?
-Blanca; mi sobrina…
-Tu sobina…
-Sí… ; yo, tuve una hermana, que huyó de casa con un cómico y, fué a morir a
Buenos Aires, dejando una niña de pocos meses, que yo recogí, y, la cual tengo
en un colegio de damas inglesas, en los alrededores de Lugano; perdona si no
te lo había dicho antes, pero quería que nada perturbara nuestra felicidad;
hablando así, su voz se había hecho más cálida, llena de una mayor emoción,
como si nuevas fuentes de ternura se hubiesen abierto en su corazón, al recuerdo
de la huérfana;
comprendí por qué no me había dicho antes nada; temía sin duda, que yo viera
en esa niña una próxima heredera de sus caudales, y, la odiara a causa de eso;
superior a esas pequeñeces, no pude evitar el pensarlas, y, miré a mi mujer,
con un desprecio tan grande que ella, no pudo menos que notarlo, y, dijo,
con esa voz, lenta y profunda, que la hacía tan admirable en los monólogos:
-Se tiene su Pasado; es necesario amar su Pasado…
-Bis, bis- dije yo, aplaudiendo, con tan desdeñosa impertinencia que ella quedó
como petrificada.

Ahondando muy poco en mi memoria, se presenta vivo y tenaz el recuerdo de
aquel día;
tras la blancura marmorescente del barandaje, el verde obscuro de las arboledas
bajo el cielo de un azul adiamantado, que se diría, una mayólica de Murano;
el casal, blanco también, como una enorme magnolia abierta entre el follaje;
los corredores vastos, limpios, nítidos, se dirían bahías de mármol, que hiciesen
reposorios a la sombra bajo las enredaderas florecidas que en festonaban las
columnastas;
el Parlour - y, llamémosle así, porque aquel Pensionado de Señoritas era tenido
por dos damas inglesas, y, así llamaban en ingles al locutorio - era alto, claro,
ventilado, con un confort severo y elegante, como el que se estila en los grandes
cottages  de los alrededores de Londres.
Augusta Cossío, fué recibida con grandes ceremonias, como un antiguo
conocimiento de la casa, que se sentía honrada, con la visita de aquella artista
de reputación mundial;
mi mujer me presentó a las directoras, que se inclinaron ante mí con un gesto
digno de los salones d’autrefois, un poco arcaico, pero, no carente de elegancia
y, ya no la llamaron a ella sino Señora Condesa, delatándose en ese titulo como
en un rico manjar;

hicieron llamar a Blanca Cossío, a quien mi mujer hacía llevar su apellido,
ínterin que la adoptaba como hija, según parecía ser su designio;
y, ésta apareció;
abrazó a su tía con efusión, y, me saludó con timidez, mirándome con curiosidad;
nada más bello que aquella niña ya entrada en la pubertad, magníficamente
desarrollada en una amplitud de formas provocativas y, alarmante;
vestía de blanco y traía suelta la cabellera, negra y opulenta, recogida hacia
atrás por una cinta roja, como la que le ceñía el talle;
los ojos no eran de ese azul marescente, cuasi gris, de los ojos de Augusta
Cossío, sino negros, enormes, de un negro bituminoso, profundo, y, turbador;
el cerco de las pestañas era tan espeso, que, proyectaba una sombra azul bajo
los párparos; tan obscuras eran las ojeras, que se dirían trazadas al esfumino;
la nariz, pequeña, con un ligero temblor en los cartílagos, como de un felino
recién nacido que olfateara la ubre materna;
la boca grande, despectiva, sensual, los dientes maravillosos de blancura en
el coral vívido de las encías;
la garganta escultural; los senos desafiadores, ya voluminosos y erectos; las
caderas de una opulencia desusada para su edad;
de toda ella emanaba un hálito de voluptuosidad de tal manera fascinador que
se hacía enervante;
en la caricia blonda de la luz que caía sobre ella, la niña aparecía en su belleza
triunfal con una atracción de Abismo.
Augusta Cossío, retrocedió asombrada de aquel desarrollo prematuro, pero, no
pudo menos de sonreír a la hermosura triunfal de aquella que llevaba su misma
sangre; y, pidió informes sobre su conducta;
las profesoras fueron parcas en el elogio de su discípula, quien según ellas,
dejaba mucho que desear en asuntos de aplicación y disciplina.
Blanca, las oía sin inmutarse, y reía, con una impertinencia que se veía bien que
le era habitual.
-Pronto se arrepentirá de habernos hecho sufrir tanto- dijo la de más edad de las
profesoras- porque ya ha cumplido los quince años y, deberá ir a otro internado,
para hacer en él los cursos superiores, a no ser que ustedes resuelvan algo en
contrario.
Augusta me miró, como consultándome, qué íbamos a hacer de la preciosa
niña;
yo, absorto en mirarla apenas si hice atención a ese gesto.
Blanca, se encargó de contestar por nosotros.
-¿ Otro colegio ? no; yo, me voy con mis tíos; ¿ no es verdad ? - dijo mirándonos
alternativamente, con un gesto de súplica en los ojos sin dejar el mohín de
burla infantil, que le era característico;
yo, no supe qué responder;
Augusta, dijo:
-Ya veremos, ya veremos…
y, ensayó sermonear a su sobrina, con la voz más grave de sus horas teatrales;

¿ por qué me pareció que esa voz temblaba con un tremor natural fuera de
todo diapasón de arte y, el calor de una emoción tan sincera como yo no le había
oído jamás ?
-¿ Tú también ? ¿ tú también ? - dijo.
Blanca, interrumpiendo sin ningún respeto, la grave monotonía del discurso,
rompió a reír tan jovial, tan estrepitosamente, que nos hizo reír a todos, inclusive
a las profesoras que estaban habituadas a las extravagancias de este enfant terrible,
del cual parecían empeñadas en desprenderse lo más pronto posible.
Augusta, siempre grave, como si estuviese en escena, se despidió,
besando a su sobrina, larga y amorosamente;
yo, le extendí la mano:
-Y, usted… ¿ no me besa ? ¿ no es usted también mi tío ?… - dijo;
e inclinó hacia mí su bella cabeza, para que la besara en la frente;
y, la besé, apretándola fuertemente contra mis labios, y, ajando con placer los
bucles de su negra cabellera, que se enredaron en mis dedos, suave como los
estambre de una flor;

 temblé…
y, me pareció que había besado el nimbo de una estrella;
ya en el coche, de regreso a la cuidad, Augusta, aún emocionada, me preguntó:
-Y, ¿ qué vamos a hacer con esa niña ?
-Casarla cuanto antes, para salir de ella.
-Casarla… ¿ con quién ?
-No faltará en tu compañía un cómico apto para ello;
me miró con rencor;
sus ojos taciturnos se hicieron casi feroces, como los de una loba que defiende
su cachorro:
-Se ve que no la amas;
y, por primera vez, después de nuestro matrimonio, su voz al hablarme careció
de todo acento de ternura.
-Efectivamente - le repliqué;
y, callamos…
el duelo de la gran noche caía sobre nosotros y nos arropaba, como una mortaja
impalpable;
estábamos hoscos y distanciados;
parecía como si la imagen de esta niña se hubiese alzado como un muro negro
entre los dos:
y, aplastase con su peso, nuestra ventura.

Nuestra última tournée por el Norte de Italia, Suiza, y el mediodía de Francia
había sido una serie no interrumpida de triunfos incontestados y, de grandes
rendimientos.
Augusta Cossío, en plena posesíon de su genio, había sido insuperable como
 Artista;
los dos grandes dramas que yo había escrito últimamente para ella: « Nausica »
y « El Sueño de Cleopatra » habían resultado maravillosos interpretados por
ella cuya sensibilidad artística la hacía plasmable para todas las sensaciones, y,
cuya voz de una musicalidad rara, se prestaba a las más extrañas entonaciones
líricas, siendo en los momentos culminantes de la Tragedia, algo así como un
pájaro divino que cantase en los labios entreabiertos de una estatua;
terminada la jira artística y después de una leve morada en San Remo, habíamos
regresado a Villa Augusta, encantador villino, que yo había comprado ese
mismo año en los alrededores de Savona, a las faldas del Letimbro, cerca al
mar diáfano, a la sombra de los limoneros florecidos: y, al cual, había dado por
deferencia, el nombre de mi mujer;
allí encontramos una carta de las directoras del Pensionado en que se educaba
Blanca, recordándonos que las vacaciones habían llegado y como era el último
año que la niña debía estar en el colegio,  nos suplicaban enviar por ella u ordenar
su traslado a un Instituto superior, que las mismas señoras tenían en Milán;
 ¿ qué íbamos a hacer ?
yo, me opuse decididamente a que Blanca viniera a vivir con nosotros a pesar
del vehemente deseo de mi mujer, que así lo quería;
yo, amaba demasiado mi soledad para permitir que un ser extraño a mi corazón
viviera a turbarla;
era por amor a la soledad, que había permanecido soltero hasta pasados los
cuarenta años;
de la innúmeras queridas que había tenido en mi juventud, sólo dos habían
vivido en ménage conmigo, y eso, por tan poco tiempo que apenas si conservaba
recuerdo de ello;
la compañía de mi mujer no se me había hecho aún odiosa porque ella amaba
también la soledad y sabía respetar la mía;
ante mi rehusa insistente Augusta Cossío, había terminado por ceder, no sin
decirme:
-Es preciso que tarde o temprano, te resignes a la idea de que ella viva con nosotros;
no tiene en el mundo sino a mí; y, yo no puedo ponerla en la calle;
y, diciendo así, su voz se hacía calida de emoción y sus ojos se humedecían.
-Contigo, vivirá.
-Conmigo, sea…
no nos amábamos bastante para que ciertos rozamientos sentimentales, pudieran
irritarnos;
en cambio la menor herida a nuestro orgullo, nos ocasionaba grandes rencores;
hacía dos días que hablábamos muy poco, a causa de nuestra última discusión
respecto a la suerte de Blanca;

callábamos, como si viésemos que un pedazo de nuestra vida se iba alejar de
nosotros como el fragmento desprendido de un iceberg que se descongela;
aquella mañana yo escribía;
la ventana de mi despacho, situado en el piso superior de la casa dominaba una
amplia perspectiva, un esplendido panorama de cielos, de bosques y de mar;
desde mi mesa de trabajo se veían perfectamente los montes de Ceriale
el covento de Monte Carmelo y la paya de Spotorno, hasta Vado;
el camino en curvas suaves y armoniosas, como una serpiente de oro, enredada
en los flancos de esmeralda de la montaña, venía desde Savona y pasaba por
frente de las verjas de nuestra Villa, hacia Albissola, hasta perderse en Varazze;
yo, no ponía atención a la magnifica belleza de los parajes circundantes;
las escenas y los personajes de mi drama: Teodora, que escribía entonces me
absorbía de tal manera, que no me apercibí de la llegada de un coche que se
detuvo ante la puerta de la casa;
fué el sonar de la campanilla el que me hizo alzar la cabeza;
era el cochero el que tocaba desesperadamente;
adentro del coche, se veían los faldamentos del traje de una mujer y las botas
primorosas que calzaban sus pies;
un criado llegó para abrir;
la viajera descendió del carruaje;
bajo el ancho sombrero de paja adornado de enormes ababoles azules y atados
con una cinta del mismo color en forma de barboquejo, no se distinguían bien
las facciones de su rostro;
la opulencia de sus formas se mostraba con una gracia tentadora al haldear
elegante con que avanzó hacia la puerta;
el coche venía cargado de maletas que los criados se apresuraron a bajar:
al entrar en el viale que conducía a la casa creí reconocer a la viajera.
 

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