Monday, June 25, 2012
Otoño Sentimental__III
Sí…
no había duda…
era Blanca Cossío… ;¿ cómo había venido ?
¿ quién la había autorizado para ello ?…
¿ era Augusta Cossío, quien la había llamado sin prevenirme,
burlando así mi autoridad ?
sentí un sordo rencor renacer en mi corazón;
no tuve mucho tiempo para guardarlo, porque a poco estar sentí
abrir con estrépito la puerta de mi despacho, y, ella, Blanca Cossío,
entró como un huracán, ruidosa y, alegre, no siguiendo sino precediendo
a mi mujer, quien mostraba en el rostro una real contrariedad.
-Bon jour, mon cher oncle- me dijo en francés, haciendo una referencia,
que habría hecho honor a la última dama cortesana del Rey Sol;
y antes de que yo le hubiese respuesto, me tendió los brazos, me besó en
ambas mejillas;
le devolví el abrazo y el beso sin hallar palabra que decirla.
Augusta Cossío, me sacó del apuro diciendo verdaderamente enfadada:
-¿ no ves ?… se ha hecho expulsar del colegio, y, sin esperar órdenes nuestra,
se nos presenta aquí tan fresca…
-Como una lechuga, y, dispuesta a serviros de ensalada por algún tiempo
-interrumpió Blanca, que parecía encantada de la aventura;
se descalzó los guantes y, los puso sobre mi mesa de escribir; un penetrante olor
de heliotropo se escapaba de ellos, que conservaron las formas de sus manos y,
eran como dos pomos vacíos que hubiese contenido una esencia preciosa;
se quitó el sombrero, arregló los rizos de su cabellera, mirándose para ello
en los cristales de la librería;
se sentó en una gran poltrona, poniendo su enorme sombrero sobre el regazo
y con una inagotable volubilidad continuó en decir:
-Las viejas se hacían insoportables, especialmente Miss Edith, que me había
tomado entre ceja y ceja, y, como la pobre las tiene siempre fruncidas ya veréis
qué posición la mía, haciendo equilibrios en un pararrayo; nada; que no
podíamos sufrirnos, y como yo no podía durar más tiempo allí porque había ya
llegado a la edad reglamentaria y, las inglesas son muy cuidadosas en eso de
las reglas, me pusieron a la puerta; sí; mes chers, ésa es la expresión, y, como
vosotros no ibais a buscarme, y, era preciso estucar mi habitación para darle a
una nueva alumna inglesa, una especie de huso con faldas, tan fea como Miss
Edith, mi maestra, a quién Dios confunda, accedieron a mis deseos y me
despacharon con todos mis bagajes, entre los cuales, es preciso decirlo, no
figura ningún premio, y me vioci cayendo entre vosotros como una mosca en
un vaso de helado, según lo caluroso del recibimiento que me habéis hecho.
calló un instante, se encaró conmigo, y haciendo un mohín de niño pronto a
llorar, me dijo:
-Tío, caro tío: yo te ruego, desarma a mi augusta tía, o mejor dicho, a mi
Tía Augusta, y, dile que me perdone, que me guarde con vosotros todo el
verano y, que luego me encierre en cualquier colegio que no esté lejos de
San Remo, donde tengo un novio despampanante;
y, esto diciendo tiró el sombrero al suelo, se puso en pie, alzó los brazos,
poniéndolos en forma de anza, entrechocó los dedos produciendo un ruido
de castañetas, ensayó un paso de baile del más puro estilo flamenco y
parándose ante mí dijo: Salute ! Salute !…
y, tomando con el extremo de sus dedos, el halda de su traje se inclinó en una
profunda reverencia, haciendo una figura de minué deliciosamente hilarizante;
reímos;
estábamos desarmados;
la preciosa criatura había triunfado.
Augusta Cossío, a cuya gravedad estatuaria la risa parecía vedada, cual
si temiese descomponer con ella la actitud siempre trágica de sus facciones,
al verme reír, rió de tan buena gana, como no la había visto reír nunca, feliz
de que me hubiese desarmado aquel ser en el cual parecía encontrar toda su
adoración;
no era una sentimental Augusta Cossío; y así, como en el teatro no amaba
lo romántico, no lo amaba tampoco en la Vida;
lo hallaba falso y fuera del Arte:
una vez de habernos aplacado, Blanca dió rienda suelta a su verbo alerta y
endiablado;
las pobres señoras Bocker, que la habían educado, le merecieron las peores
burlas y los más ridículos conceptos; nos contó las mil farsas que les había
jugado y las diabluras a que se entregaba en el colegio, lo cual nos explicó
las razones de esa expulsión velado a la cual debíamos su presencia allí;
pero, ya nos habíamos amercendeado de ella, y, reímos como chiquillos
de las chiquilladas que ella nos contaba;
ese día, en la mesa no habló sino de modas, detallando las últimas hasta
en sus más nimio detalles:
-Parece - le dije - que hubieras estudiado para modista.
-Magari (1) - me contestó, guiñando los ojos con un gesto encantador que
le era habitual;
en la tarde, cuando salimos al paseo cotidiano, que por la carretera solíamos dar
Augusta y yo, ella quiso venir y se empeñó en pasar al pescante para guiar desde
él, el tiro de jacas tordas que llevaba el coche, con gran asombro del auriga,
un mocetón robusto y cándido que empurpuraba cuantas veces ella le rozaba el
rostro con el seno, en el empeño de arrendar bien las bestias rebeldes a su nueva
guía;
en la noche, cuando después de cenar yo, leía a Augusta el acto de mi drama,
escrito aquel día, Blanca, ensayó charlotear primero, bostezó luego, y se quedó
al fin, dormida como un niño sobre un sofá.
La vida se hizo para nosotros más animada, más bella, más dulce, con la presencia
de aquella deliciosa criatura que parecía venida allí para consolarnos, para
alegrarnos, para embellecer nuestra hosca soledad, llena únicamente con las
visiones de nuestro Arte;
la casa era como una jaula vacía, se sintió de súbito poblada de extrañas músicas
que eran las músicas de su voz y, era como si en ella hubiera caído un divino
pájaro, un ruiseñor celeste, enviado para alegrar con sus cantos el huerto hermético
de nuestra soledad: soledad egoísta como la de todos los artistas enamorados
de su propio Ensueño;
el reflejo sombrío de sus ojos parecía haberlo llenado todo de un nuevo resplandor;
y los seres y las cosas parecían como ebrios de ella, cual si el olor de su cabellera,
color de mosto espeso, nos hubiera embriagado a todos;
su presencia llenaba la casa como una divina luz;
mi estudio, que nunca había tenido flores - pues mi mujer fué siempre ajena
a estas delicadezas-, las tuvo desde estonces;
ya no me senté nunca a escribir sin hallar sobre mi mesa de trabajo un ramo
de claveles, de rosas de Arabia o de jazmines del Cabo, húmedos aún por el
rocío matinal;
los jardines se llenaron con el eco de sus cánticos que eran como un correr
de fuentes y un triscar de pájaros llenando de músicas la melancolía
languideciente de los parajes;
gozaba en hablar con los jardineros y en desconcertarlos por las actitudes
atrevidas que ensayaba ante ellos;
era a ese aspecto de una audacia ilimitada;
un día, que fuimos en auto hasta Anglia y nos detuvimos en el buffet de la
Estación para comer allí, flirteó de tal manera con el joven telegrafista que
allí había, que hubo de llamarle la atención;
se rió en mi cara con una risa sincera e incontenible:
-Mister Becker, Mister Becker - dijo, dándome el apellido de sus viejas maestra
- ¿ tú también eres enemigo del flirt, el más encantador de los deportes ?…
¿ no ves, caro mío, que ese pobre chico es medio tuerto, y lo que yo quiero es
conjurar el mal de ojo, porque los tuertos traen la jettatura ?
Augusta Cossío le celebró el chiste;
yo, no;¿ por qué ?
no lo sé;
todo me parecía encantador en ella, menos verla flirtear con otro:
-Tomas demasiado en serio el papel de papá mío- me dijo una vez que le
hacía observaciones sobre la actitud un poco descocada que había tenido
en presencia de un joven cómico, venido para hacernos visita y, había
añadido- : tú no eres tan viejo como para eso, y, si lo eres, no hay un
viejo tan chic, como tú, eres suprema elegancia;
y me abrazó; me besó en la frente, y escapó…
el aire quedó lleno de su perfume y del eco delicioso de su voz…
y yo quedé tembloroso, alelado, viéndola alejarse, cual si se hubiese
llevado mi alma entre sus labios;
en tanto, una inercia, deliciosa, inexplicable se apoderaba de mí;
una como divina fiebre que me impedía trabajar, no era la fiebre
de la ensoñación, la fiebre de la creación, que siempre me poseían
y a las cuales debía mis mejores obras; era una fiebre extraña de la
cual tenía recuerdos muy lejanos, y, me rememoraba los años ya
remotos de mi primera juventud, por no decir de mi adolescencia;
mi drama no avanzaba;
yo, que siempre había sentido la voluptuosidad del trabajo mental y me
abstraía cuatro o cinco horas diarias para hablar con ella, reír de sus niñerías,
y ser en realidad el juguete de sus caprichos;
llegó a dominarnos de tal modo que ya no le hacíamos observación alguna
ni aun a sus menores extravagancias;
mi mujer, absorta en el estudio de sus papeles para la próxima temporada,
le prestaba cada día menos atención;
solos casi todo el día Blanca y yo, nos entregábamos a toda clase de fantasías
por los jardines de la Villa, o dábamos largos paseos a caballo por la strada
romana, hasta Pegli, donde ella amaba mucho visitar los jardines de la Villa
Palavicini, perderse entre el laberinto de estalactitas de la gruta, o navegar en el
lago subterráneo, llena de un miedo infantil, que la hacía abrazarse a mi como un
niño asustado;
y, fué allí en el Belvedere del Castillo medieval, en el fenecer de una admirable
tarde estival, que ponía en nuestra sangre la complicidad de todos sus ardores,
lejos de las miradas del guarda, alejado por un espléndido pour-boire que lo
que debía suceder, sucedió y, ella fué mía;
se dió a mí, con una pasión brutal, desaforada, que tenía todos los furores de
la histeria.
Augusta Cossío, enamorada de su arte, entregada por completo al estudio
de él, no se apercibió de nada;
además, no me amaba lo bastante para estar celosa de mí.
Blanca, hecha más bella aún por la pasión, irradiaba de sí efluvios calóricos
de voluptuosidad;
parecía que todo el azul broncíneo de los mares circundantes, todo el oro de
las playas flavescentes y la mórbida languidez de los jardines mediterráneos,
se hubiesen reunido en sus ojos, en sus labios, en su seno perfumado y cálido
para hacerme la oblación de sus caricias;
nada de idealidades en muestro amor hecho todo de violencias carnales, y,
bien podrí decirse que de brutalidades encantadoras; ninguna aria romantizante,
dijo sus notas de flauta a la hora del amor, que no tuvo otra música, que la
música de los besos desaforados;
no hubo criatura menos dada al Ensueño en la hora del Amor, que aquella niña
que parecía querer devorar el mundo en la herida que hacía en mis labios al
morderlos más que besarlos en los espasmos definitivos de la pasión; sus ojos,
hechos metalescentes, se inmovilizaban en un gesto de éxtasis, cuando yo me
inclinaba sobre ellos para mirarme en sus pupilas como en dos lagos de azoque
hechos quietos bajo la luna;
el viejo poeta que había en mí, quedó como hipnotizado, inmóvil, en aquella
mar de éxtasis carnales, y, el hombre de amor que parecía adormecido por la
edad, despertó violento como en los mejores días de sus grandes batallas;
Fausto sentimental que bebía en el pomo de coral que aquellos labios, todas
las esencias resurrectoras de la fuerza pasional;
en la exaltación divina que nos poseía, la Vida parecía haber borrado sus límites
ante nosotros;
no quiso la Fatalidad que nuestro idilio durase largo tiempo sin ser trágicamente
interrumpido;
mi mujer y yo dormíamos en dos habitaciones distintas, que se comunicaban;
una noche Augusta se sintió enferma y, quiso tomar una medicina que había
en un pequeño botiquín del cual yo tenía la llave;
fué a pedírmela;
halló el lecho deshecho, pero yo no estaba en él;
viendo mis ropas sobre una silla, creyó que alguna urgente necesidad me
hubiese llamado fuera y esperó;
viendo que tardaba y sintiéndose más mal fué a buscarme al sitio donde
creyó que debía estar;
no me halló en él;
una súbita luz iluminó entonces su cerebro:
fué a la habitación de Blanca;
rendidos después de un largo combate de amor, nos habíamos dormido
en brazos uno del otro, sin cerrar las puertas;
el ruido del botón de la luz eléctrica al girar, y, el vivo resplandor de
ésta nos despertó;
abrimos los ojos somnolientos.
Augusta Cossío, cerca al lecho nos miraba atónita;
nunca los ojos de la gran trágica habían tenido tal mirada de horror
ni sus labios habían hecho el gesto de ahogar grito más terrible;
llevó a sus ojos una de sus largas manos pálidas como para no ver
el horror de aquella traición y, nos volvió la espalda y se alejó grave,
silenciosa, el pecho sacudido de sollozos;
sin una palabra, sin una queja…
el orgullo de aquella mujer era superior a todos los dolores;
cuando ella hubo partido nos miramos.
Blanca, reía…
-Vaya un susto que nos ha dado, parecía un fantasma; qué fea sin pintarse
-dijo, y, continuaba en reír;
yo, no podía compartir su inconsciencia de la gravedad de nuestra situación
y en vano quise explicársela;
yo comprendí que el exilio de Blanca sería decretado al día siguiente,
tal vez después de escenas muy penosas;
y, resolví evitarlo:
no tenía el valor de dejarla partir sola;
su amor era ya una lava ardiente que circulaba en mis venas y, no se había
de eliminar jamás;
era necesario partir inmediatamente, y, así se lo dije;
eso la encantó;
mientras ella preparaba algunas ropas precisas y, menudos objetos de su toilette,
yo recogía mi libro de cheques y, los originales de mi drama inconcluso, y,
partimos cuando las primeras luces del alba iluminaban el jardín con un
resplandor de orfebrería;
fuimos a pie hasta la estación cercana donde tomamos el primer tren que partía
para Génova, con el objeto de embarcarnos allí¿ para dónde ?
no lo sabíamos aún;
pero no tuvimos que huir de nadie ni de nada, porque Augusta Cossío, no nos
persiguió, ni hizo el menor gesto contra nosotros;
refugiados en un hotel, en Sampierdarena, apuramos el filtro de nuestras caricias
y, emprendimos luego, en el primer vapor salido para Palermo, un viaje de nupcias
que duró dos meses;
regresamos al fin de la estación invernal, y nos detuvimos en Viaregio con el
fin de tomar algunos informes sobre mi mujer;
supimos que ésta había dejado a Villa Augusta y se había refugiado en una
suntuosa posesión que tenía sobre el lago de Lecco, no lejos de donde Manzoni
hizo vivir su idilio de los Promessi Sposi;
los periódicos no anunciaban ninguna próxima jira de la grande artista;
el orgullo de Augusta Cossío, había ahogado el germen de todo escándalo;
durante este año, sólo supimos por alguna Revista teatral, que su enfermedad
al corazón se había agravado tanto, que había tenido que renunciar a un tournée
por los Estados Unidos, que le habría dado grandes rendimientos;
al fin, hace tres días que recibí un despacho de Lecco, sin firma, y, que era sin
que era sin duda de la monja enfermera, en que se me anunciaba que mi mujer
estaba moribunda, y, se me rogaba venir;
y, vine;
y, la ví morir;
y, le cerré los ojos;
nunca olvidaré la mirada de odio que aquellos ojos que parecían querer
quemarme los dedos, cuando los puse sobre sus párpados rebeldes a cerrarse;
pobre Augusta Cossío, murió odiándome;
es verdad que nunca me había amado mucho;
ni yo tampoco;
yo, era su Poeta preferido, aquel que creaba para ella, los personajes más
bellos para encantar su genio;
y, ella era la artista que mejor me interpretaba, aquella que sabía dar mayor
relieve a los personajes de mis dramas, y, añadir la más bella música verbal,
a la música de mis versos;
ningún gran amor ha muerto en nosotros;
es una compañía artístico-comercial que se disuelve, al morir Augusta Cossío;
paz a su tumba;
algo de la paz que ha huído de mi corazón atormentado.
________
(1) Ojalá .
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