Su Evangelismo
Tu, Sacerdos in æternum.
esas palabras, que el Obispo deja caer, como un óleo de fuego,
sobre las cabazas tonsuradas, de aquellos que ordena para Pastores
de su Iglesia, los quema como un hierro en la frente, y, les deforma
para siempre el alma;
de todos los tatuajes, la tonsura, es la que tiene mayor perennidad de
Inri;
el sacerdocio, es un virus, que como el de la prostitución, no se elimina
nunca; es una deformación, una jibosidad espiritual, que no desaparece
jamás;
el que ha sido sacerdote, lo es siempre;
aun en el momento de abofetear la Iglesia, tiene conciencia de que su
mano ha sido consacrada por ella;
Ernesto Renán, fué una prueba de eso;
oleoso, untuoso, amable y grave, como una vieja Abadesa, sus gestos
no perdieron nunca, la pompa arcauca de los gestos sacerdotales;
aquellas, que la Iglesia llamó sus herejías, tuvieron todas, una forma
de Plegaria;
y, cuando demolió los dogmas, hizo siempre el gesto de bendecirlos;
la nube de azufre, que al docto decir, de monjas y de beatas, envuelven
a Luzbel, y, a todos sus hijos los herejes, era en Renán, un perfume de
incienso, que un monaguillo invisible, parecía quemar detrás de él, y,
las penumbras del tiempo, nimbaban siempre su cabeza prioral, aun
bajo las cúpulas del Instituto, o la Sorbona;
salido del Convento, no salió nunca del sacerdocio;
escapado de la Iglesia, no supo escapar de la Religión;
la falsa mansedumbre, y, el gesto apostólico del Sacerdote,
lo acompañaron siempre, aun repartiendo las manzanas de la Herejía,
con su equívoca sonrisa de Arcipreste;
del Sacerdote, sólo le faltó la violencia; y, tuvo el orgullo oculto de
aquel, que por no humilar, sonríe;
y, él sonreía, con la bonhomía de un viejo confesor, fatigado de absorver;
el gesto de perdonar, le fué habitual;
cuando abandonó el templo, dejó en él, los rayos eclesiásticos que castigan,
y, no sacó, sino el hisopo, y, con él, hacía el ademán de bendecir y perfu-
mar las almas, con la esencia extraída de las demás bellas rosas de jericó,
y, de los nardos ungientes de los jardines de Arabia;
inaginaos a Marco Aurelio, hecho Escolapio, o Salesiano, y, salido del
convento adoctrinando niños, en un camino de Judea, entre los cenderos
verdes, y, los limoneros florecidos, que la amatista de la tarde envuelve en
el candor de sus viocencias, y, tendréis una idea de este Sofista, amable y
terso, lleno de bellezas y profundidades; el más bello y seductor espíritu,
que haya vivido entre los hombres, dado la apostolado, de la Negación, y,
de la Sonrisa;
iconoclasta tierno, que amortajaba con respeto, los ídolos que volcaba, y,
sabía cerrar con un beso de amor, los ojos de los dioses, que morían bajo
su mano;
cuando él, se encontró el fantasma blanco de Jesús, en los senderos de
Galilea, hacía ya mucho tiempo, que el pobre Nazareno, había sido
arrojado del cielo, por las violaciones de Strauss, menos crueles, que las
sonrisas de Voltaire;
y, Renán, consoló al dios proscripto, en vez de ultrajarlo;
fué una nueva Verónica, que copió el rostro del Mártir, ya sin aureolas
divinas;
y, compuso ese Poema, del destierro de un dios, que se llama: « La Vida
de Jesús »;
poema inmortal, que parece escrito con zumo de lirios y rayos de estrellas,
por la mano blanca de una Abadesa tierna, que llora, al escribirlo;
creyente primero, Sabio después; nunca en el Sabio, murió el creyente;
aquellas manos de Abad, no se extendían para demoler, sino en el gesto
untuoso de bendecir;
ondeante y contradictorio, sus palabras se pierden a veces, sin explicarse
en las lontananzas historicas que describe;
desconcertante, a causa de su limpidez, como una Vía Láctea que se
esfuma lentamente, en la pomposa soledad de un cielo muy remoto;
embriagante, como el perfume de una selva Hindú, al caer la tarde;
un bello río figitivo entre meandros, mostrando a veces al Sol, la escama
luminosa de sus olas, y, perdiéndose luego en el silencio de la selva
profunda, donde se oye apenas el rumor de su corriente;
más que un conductor, fué un reflector de las ideas cambiantes, móviles,
inciertas de la época epicúrea y sabia, en que le tocó vivir;
fué como un lago, en el cual se reflejaran, todas las estrellas de un cielo
turbado, y, sobre el cual, la tormenta dejó la última púrpura de su paso;
fué el espejo, y, no el Sol, del pensamiento de sus días;
no modeló la imagen de su tiempo; la devolvió intacta; luminosa, incierta,
triste, agobiada por la nostalgia de la Fe; sin fuerza para destruir, y, sin
fuerza para crear, habiendo dejado de creer, y, no queriendo aún renunciar
a sus creencias; llevando el Pasado, como un cadáver sobre su corazón,
sin valor de darlo en pasto, a los lobos del porvenir; conformándose con
herir al Cristo, sin atreverse a destronar a Dios; permaneciendo religioso,
a pesar de ser hereje, renunciando así a la Verdad, por el temor de
renunciar a la Quimera;
época, inconsistente y crepuscular, vaga y dolorosa, prisionera de los
dioses, como todas las épocas de Incertidumbre;
Renán, no tuvo la burla de Voltaire, ni la elocuencia de Rousseau, pero
fué superior a ellos, por la elegancia, el encanto, lleno de placidez
suntuosa, y, extrañas morbosidades;
en aquel estilo, nada es fuerte, y, todo es bello, como en el alma de aquel
que lo escribió;
su fe, se desgarró sin dolores, como el himen de una virgen, desflorada por
sí misma;
como no dejó nunca de ser religioso, no sufrió las interperies de aquel, que
habiendo perdido la Fe, vacila antes de orientarse por entre los huracanes
de la Impiedad;
él, abandonó el templo, pero llevando con sigo a Dios, para elegirle otro,
en su corazón;
no dejó entre los muros de San Sulpicio, sino su sotana; todo lo demás del
sacerdocio lo llevó consigo; y, fué un jesuita laico, iluminado y amable,
que hizo de la sonrisa un escudo, y, se encargó de bajar al Cristo del cielo,
con más piedad, que José, el de Arimatea, lo había bajado de la cruz;
todos los bálsamos aromados de su estilo, oliente a cinamomo, le sirvieron
de sudario, y lloró sobre él;
el deber de mentir, es un deber de sacerdote;
él, arrojó a las fauces de la Impiedad, su corazón, pero, no le arrojó nunca
su Razón; ella se adhirió siempre a un vago fantasma de Divinidad, que coronó
con todas las rosas orientales de su fantasía;
católico, durante tres semanas, filósofo, retórico, y sofista, el resto de su vida,
quedó siendo el espíritu más amable, más suavemente Luminoso, y más
tristemente incierto, de cuantos se encargaron de ilustrar y acariciar el alma
inquieta y tormentosa de su tiempo;
en cambio, él, no tuvo tormentas, fué como uno de esos largos galileos, que
pinta en sus paisajes históricos, y que yacen dormidos en un seno de montañas,
como un niño en el seno de su madre, copiando en su serenidad, las purezas del
cielo desierto, como las pupilas extáticas de una monja, copoando el cuerpo
desnudo del Nazareno que adoran;
como todas las almas religiosas, tuvo en su juventud, necesidad de una adoración,
y amó la Ciencia, y, la amó con el amor ardiente de un novicio exclaustrado, que
por primera vez, abraza un cuerpo de mujer, y, como quien canta su primera
canción de Amor, escribió su Avenir de la Science; en donde como un ritornelo
invariable, suena el mismo adagio filosófico, que enloqueció luego a Nietzsche,
« El Eterno Progreso »; Moisés queda atrás con sus bárbaras teogonías; Jesús
palidece, y, se borra en el horizonte, con su cesta de parábolas evangélicas,
hechas ya rosas sin fragancia; el cielo de Lamarke, esplende, y,bajo sus claridades
inexorables, el mono de Darwin, aparece en las selvas de la Prehistoria;
él, volvió ya en la vejez, contra ese libro, como Litré, contra su Positivismo, y
Chateaubriand, contra su « Ensayo Histórico », pero no lo demolió, se confomó
con sonreirle; y ese libro queda, como el más leal de todos los suyos, porque fué
el único en que tuvo pasión;
después de ese libro, Renán, no afirmó ya; dudó siempre;
dudó de la Ciencia, que era su ídolo; dudó de Dios; dudó de la Libertad; dudó
del Progreso; dudó de él mismo;
indagar, no realizar, fué su divisa;
¿ y el Ideal ?
un dios doméstico; un dios de uso personal, que cada uno inventa y realiza a su
manera;
dejó de afirmar, y, se puso a soñar;
y tuvo los sueños de un Platón, que se hubiese fundido en Epicuro;
el Profeta, murió en él, como una águila flechada, por un Sileno reidor, y el Poeta
se alzó del fondo de su corazón, como una alondra, sobre todos los horizontes,
cantando al Sol paradojas de la Esperanza;
y, fué el Poeta de la Exégesis; como Michelet, fué el Poeta de la Historia;
un Poeta, que tenía la pasión de embellecer sus quimeras, sin creer en ellas, y las
acariciaba con un gran amor, porque las sabía frágiles, y sabía que en su corazón
otras quimeras sucederían a ellas, como unas rosas, suceden a otras rosas en el
seno de un jardín, y unas nubes, suceden a otras nubes, en el espacio vasto de los
cielos;
no fué un filósofo, en el sentido estrecho de la palabra, porque la arrogancia
dogmática, fué extraña, a la amabilidad de su pensamiento, hecho todo de
elegantes ductilidades, y, suaves negaciones;
su gran placer, su gran delectación fueron siempre sondear en lo infinito;
la Verdad unilateral, le parecía odiosa;
para ser bella a sus ojos, debía ser matizada;
aquel pescador en el Misterio, no amaba sino los peces muy delicados,
de escamas multicolores, que caían en su red; los demás los volvía al mar
tenebroso;
los tiburones, le asustaban, y habría muerto de miedo, si uno solo, hubiese
mordido el cebo de su anzuelo;
creador de hipótesis, gustaba de prolongarlas indefinidamente, y, enviarlas lejos
de sí, como quien coloca naves de papel, sobre las ondas de un río;... y,
esperaba que le volviesen transformadas en verdades;... por aquellos del « Eterno
Progreso », que le fué siempre tan amado;
las naves no volvían, y él, era feliz de eso, porque odiaba toda realidad;
él, sabía, que la Verdad, empequeñece la Vida; y que toda Realidad, nubla el
cielo;
el cómo, de las cosas, era todo para él;
el por qué, de las cosas, le era casi indiferente;
¿ es que la Naturaleza, nos lo revela ?
las soluciones de las religiones, son quimeras convencionales;
las filosofías, sistemas personales;
toda idea, un juego de emociones;
el mundo, está en nosotros;
decir Verdad metafísica, es decir dos errores ayuntados;
afirmar, es errar.
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